Recuerdo del último nombre

Era la primera vez en veintidós años que notaba que el ojo izquierdo estaba mejor protegido por aquellas pestañas. Casi al final del párpado derecho, la tierra era estéril. ¿Sería por aquella vez que forcejearon y la contuvo hecha un mar de lágrimas al escuchar la noticia de la muerte de su padre? ¿O cuando su hijito manoteaba jugando y sin querer encajaba sus uñitas con torpeza mientras balbuceaba unas cuantas sílabas y sonreía al patalear? ¿O…?

Dejó de hacerse preguntas. Quizá así había sido siempre, pero había pasado desapercibido aquél detalle. Conocía sus lunares, canas y cicatrices. Creía que había sido el descubridor de aquél ser, de ese cuerpo de ninfa. Sin embargo, tenía que reconocer que hacía años que ya no se sentía sorprendido por esa mujer implacable que bastaba lo mirase para reafirmar su existencia.

Al principio todo fue felicidad, sembrar ilusiones, admiración: por sus talentos, por la frescura con la que se desenvolvía y la autenticidad con la que empapaba las conversaciones. Pasó el tiempo, y la magia se volvió paisaje; los trazos firmes que antes pintaban la vida, eran ya acuarelas al sol, casi borradas, imperceptibles.

¿Qué sentido tenía entonces seguir anclado a ese muelle que rozaba casi el medio siglo? Tomó un puro, deshizo su sabor en la boca, hasta que las papilas exigieron ser liberadas de aquella atmósfera bohemia y poco usual. Era un retirado del alquitrán y la nicotina; pero tanta melancolía no podía sugerir otra cosa. Lo apagó, tampoco tenía tiempo ni humor para hacer metafísica del humo.

No quería el divorcio, incluso ese concepto le parecía hueco, inaprensible. Era para él el apellido de la soledad queriéndose apoderar del nombre. Había escuchado infinidad de veces las razones por las que conocidos, hermanos, o parientes lo habían encontrado solución.

A él le parecía que aquella mujer, no merecía llevar otro apellido que no fuera el que estaba escrito en su acta de nacimiento. Y que el acta de matrimonio ya era demasiada formalidad como para pasar por otro proceso legal para volver al nombre original. ¿Qué sentido tenía eso? Al final era sólo el nombre lo que cambiaba. ¿O es que las personas no van de aquí para allá, se mueven y no vuelven a ser las mismas?

Eso del amor y la entrega comenzaba a parecerle un dogma. ¿Quién podía comprobar su efectividad y esa estúpida necesidad de vivir bajo el cobijo de sus términos? Nadie.

De pronto sintió unas ganas inmensas de volver a mirarla a los ojos para desvelar cuanto enigma podía todavía estar oculto, pero no se atrevió. La miró de reojo. Su cintura ya no era acentuada, y sus ojos se desbordaban en bolsas que noches insomnes se encargaron de construir. No sabía si esa mujer era la misma que años atrás lo había herido en lo más profundo y lo había vuelto esclavo de no sabía qué.

Quería tener el valor de ponerse en pie y preguntarle a dónde se había ido aquella mujer. Estaba confundido, sabía que era ella, pero una parte de él no reconocía que pudiera ser ella. O no quería aceptar que había agotado su creatividad y el abismo del confort había alejado sus ojos de los de ella.

Tenía que pensarla con palabras como: ella, aquella, mujer. Estaba ya tan desligado de ella que… no podía recordar su nombre. La llamaba “amor” y no justamente porque esto lo remitiera a algún sentimiento dulce, era algo amor-fo. Y era el principio de lo indefinible. Era ambiguo, y aunque lingüísticamente no tenían relación, a él le hacía sentido jugar con las palabras, al final todo se trataba de eso: de nombrar.

Él era uno de esos tipos que habría empeñado su vida por defender que todo se conoce por su nombre, y que más allá de eso, nada hay. De esos que piensan que un apellido define a la persona, y que el no poseerlo, lo desampara del mundo, o al menos, así fue como se llegó a él, y hasta para la ley es innegable.

¿Quién era él respecto de aquella mujer? ¿Su marido, amante, compañero? Todo era confuso. Recordaba que su nombre era Xavier Iturriaga, pero más allá de eso, no podía reconocer a nadie. Sabía que Xavi era su hijo porque lo llamaba "papá" y un papá es alguien que engendra un hijo. Era el nombre lo que volvía a salvarlo de ese desligamiento.

¿Cuánto tiempo llevaba así, sin la menor relación con algo más que las palabras? Miraba de aquí a allá, y cada vez que sus ojos se detenían, algo venía a su mente: silla, mesa, mantel, candelabro, velas, focos, fotografías, chimenea, alfombra, y luego, después de nombrar cada objeto, llegó a ella, y no pudo decir nada más. Parecía tener un déficit de información. ¿Por qué justo cuando llegaba a ella su cerebro parecía apagarse? ¿Qué tenía aquella mujer que le atrofiaba el paladar y la mente?

Intentó balbucear su nombre mil veces. Desempolvó cuanta imagen carcomida quedaba en él: la podía ver más joven y tenía la sensación de que era alguien con un nombre, tenía su nombre en la punta de la lengua, abría la boca como queriendo escupir unas sílabas que le dieran el ser a aquella mujer. Se dio por vencido.

Cerró los ojos y le pidió a Xavi que encendiera el radio. Tarareó un par de canciones, y de pronto, ella pasó frente a él para sacudir el estante de libros que había en la sala. Se quedó atónito, iluminado, vulnerable ante ese ser que parecía tener un nombre más glorioso que cualquier otro. La miró, y de pronto, sintió que algo le oprimía el pecho, cerró los ojos y su corazón se detuvo.

Xavi y Gloria lo visitan cada mes en su tumba. Su epitafio fue la última frase que encontraron en su agenda: "Aquí descansa quien en el último momento recordó el nombre del amor".