Piñatas

Han pasado meses. Ya no queda nada de aquello. No sé si eso es un alivio o treinta dolores de cabeza menos. Ahora solo quedan los horcruxes que meteré dentro de una piñata para terminar con la limpieza de la casa. Cuando lleguen las posadas me divertiré a lo lindo. He anticipado cien veces en mi mente lo que sentiré al golpear esa figurilla cargada de agua estancada (debe ser como cuando tiras ese calcetín que tanto te gusta, pero que de tantas remendadas ya parece plantilla ortopédica con ductos de aire acondicionado incluidos, y, entonces, ya no es un calcetín, es un desecho). Una vez que la vea destrozada en el piso, al recoger los pedazos, sentiré que cada uno es un trofeo: por resanar las paredes y barnizar los libreros que alguna vez fueron desayuno de las polillas.Y abriré la ventana. Para que todo siga secándose y entre aire nuevo, sin polen del que da alergia y asfixia el ambiente.

PECES

¿Puedes palpar la soledad? -me preguntó un niño de seis años. Su madre murió cuando tenía cinco. No supe qué contestarle. No sé a qué te refieres, le dije. ¿Has visto fotos del fondo del mar? A mí no me hacen gracia. No se ve nada. Así es como se siente la soledad. Es como cuando nadie te cobija por las noches. ¿Entiendes lo que digo? Abro los ojos y no está la mano de mamá, soy yo quien jala las cobijas y cuando veo alrededor, no veo nada. Siempre vienen a mi cabeza las fotos del fondo del mar. Mi papá es marino. Sabe mucho del agua salada. Dice que es fría. Así se siente la soledad: fría. No supe cómo continuar con la charla. Supongo que tienes razón, le dije carraspeando. Se puso de pie y no despegó la mano de los cristales del acuario mientras se alejaba caminando. Me pareció que acariciaba a su madre. Fría, oscura, rodeada de peces-pensamiento.

COMUNIDAD

Anhelo y deseo de esos días. Mágicos, en comunión. Éramos una comunidad. Una fotografía perfecta. Sonrisas, lazos, velos sin descubrir. Sentido de pertenencia. Rueda que giraba porque sí. Ondas de agua que se perpetuaban en los diálogos. Corazones palpitantes llenos de ingenuidad y soberbia. Palabras grandilocuentes. Pasados compartidos. Llagas vivas. Miedos atroces, pero en comunidad, ¡en comunidad! Prestos a cruzar la trabe que conducía al mundo, al monstruo seductor que terminaría con figuras preconcebidas. Al final, al cruzar el puente, la diáspora. No más comunidad, al menos, concéntrica. Y la rueda gira porque sí.

LABIOS TÍMIDOS

Labios tímidos. Llenos de carne tibia, casi adolescentes. Poco gastados. Nerviosos y dispuestos. ¡Qué nerviosos! Como cura para leproso. Gratuitos, genuinos. Como una lanza de empatía.

Y este recipiente tan lejano, tan ausente, casi fantasma. Superposición de experiencias, de tactos, de alientos. Espejos interiores que buscan reflejar y no encuentran el ángulo, no encuentran la luz. 

La puerta abierta donde nadie es bienvenido. Y de un momento a otro, cambio de frecuencia, no signal, Houston.

INVIERNO

Y sí. Un pestañeo y de nuevo, sí. Tres páginas atrás y sí. Colapso de años en segundos, sí. De pronto el tiempo tañe, y luego, el rocío de reflexiones marchitas. ¿Qué fue de aquél sí? Nadie responde.

Dijeron que el invierno se quedaría para siempre. Nadie se detuvo. Nadie buscó cobijas para sobrellevarlo. Todos confiaron en la flama débil, azul, cada vez más sin aliento.

No llegó el invierno. No hizo falta. Brotó lo que siempre estuvo ahí. Cadena oxidada, lastre en esencia, yugo interior.

Seis páginas adelante, ya no hay rastro. ¿Hablaron de eternidad? Jamás la conjuren. Jamás los perseguirá.

Primavera, no vuelvas. ¿Por qué te fuiste? Despojos dejas. Cruel.

Invierno, troca en agua el hielo y ven.

LA MURALLA

No diré que no me duele. Tampoco puedo decir que es un dolor que mata. Menos aún, que es constante. Es intermitente, como todo en su momento lo fue. 

Aridez, pasión y luego… nada. En eso se convertirá el TODO que algún día tuvimos. ¿Cuánto lo tuvimos?: el tiempo previo a que cerraras la puerta, a que simularas, a que tu voluntad fuera el volante. ¿Tuve que ver en eso? No. Elegiste no elegirme. ¿Tenía el poder de vetar esa decisión? No. ¿Que por qué te conferí ese poder?: porque quise jugar el papel del débil, del que comprende. ¿Que si me parecía racional? No, jamás. ¿Que si estaba ciega? Miope no es lo mismo que ciega. ¿Que qué tan buena fue mi actuación? Excelente. Tanto, que me asumí como tal. Me consagré. ¿Que si me arrepiento? No. ¿Que si guardo una esperanza? Ya no. ¿Que si te perdonaré? Sí. No hacerlo es llevarte en el bolsillo.



Qué fácil terminó todo. ¡Hasta nunca! -te dije. Y luego sepultaste el momento con una orden: ¡Olvídate de mí! Posiblemente el último beso en la frente fue el más sincero en años: desnudo de intenciones y el primer ladrillo de la muralla que jamás nos atrevimos a construir cuando era hora...

Recuerdo del último nombre

Era la primera vez en veintidós años que notaba que el ojo izquierdo estaba mejor protegido por aquellas pestañas. Casi al final del párpado derecho, la tierra era estéril. ¿Sería por aquella vez que forcejearon y la contuvo hecha un mar de lágrimas al escuchar la noticia de la muerte de su padre? ¿O cuando su hijito manoteaba jugando y sin querer encajaba sus uñitas con torpeza mientras balbuceaba unas cuantas sílabas y sonreía al patalear? ¿O…?

Dejó de hacerse preguntas. Quizá así había sido siempre, pero había pasado desapercibido aquél detalle. Conocía sus lunares, canas y cicatrices. Creía que había sido el descubridor de aquél ser, de ese cuerpo de ninfa. Sin embargo, tenía que reconocer que hacía años que ya no se sentía sorprendido por esa mujer implacable que bastaba lo mirase para reafirmar su existencia.

Al principio todo fue felicidad, sembrar ilusiones, admiración: por sus talentos, por la frescura con la que se desenvolvía y la autenticidad con la que empapaba las conversaciones. Pasó el tiempo, y la magia se volvió paisaje; los trazos firmes que antes pintaban la vida, eran ya acuarelas al sol, casi borradas, imperceptibles.

¿Qué sentido tenía entonces seguir anclado a ese muelle que rozaba casi el medio siglo? Tomó un puro, deshizo su sabor en la boca, hasta que las papilas exigieron ser liberadas de aquella atmósfera bohemia y poco usual. Era un retirado del alquitrán y la nicotina; pero tanta melancolía no podía sugerir otra cosa. Lo apagó, tampoco tenía tiempo ni humor para hacer metafísica del humo.

No quería el divorcio, incluso ese concepto le parecía hueco, inaprensible. Era para él el apellido de la soledad queriéndose apoderar del nombre. Había escuchado infinidad de veces las razones por las que conocidos, hermanos, o parientes lo habían encontrado solución.

A él le parecía que aquella mujer, no merecía llevar otro apellido que no fuera el que estaba escrito en su acta de nacimiento. Y que el acta de matrimonio ya era demasiada formalidad como para pasar por otro proceso legal para volver al nombre original. ¿Qué sentido tenía eso? Al final era sólo el nombre lo que cambiaba. ¿O es que las personas no van de aquí para allá, se mueven y no vuelven a ser las mismas?

Eso del amor y la entrega comenzaba a parecerle un dogma. ¿Quién podía comprobar su efectividad y esa estúpida necesidad de vivir bajo el cobijo de sus términos? Nadie.

De pronto sintió unas ganas inmensas de volver a mirarla a los ojos para desvelar cuanto enigma podía todavía estar oculto, pero no se atrevió. La miró de reojo. Su cintura ya no era acentuada, y sus ojos se desbordaban en bolsas que noches insomnes se encargaron de construir. No sabía si esa mujer era la misma que años atrás lo había herido en lo más profundo y lo había vuelto esclavo de no sabía qué.

Quería tener el valor de ponerse en pie y preguntarle a dónde se había ido aquella mujer. Estaba confundido, sabía que era ella, pero una parte de él no reconocía que pudiera ser ella. O no quería aceptar que había agotado su creatividad y el abismo del confort había alejado sus ojos de los de ella.

Tenía que pensarla con palabras como: ella, aquella, mujer. Estaba ya tan desligado de ella que… no podía recordar su nombre. La llamaba “amor” y no justamente porque esto lo remitiera a algún sentimiento dulce, era algo amor-fo. Y era el principio de lo indefinible. Era ambiguo, y aunque lingüísticamente no tenían relación, a él le hacía sentido jugar con las palabras, al final todo se trataba de eso: de nombrar.

Él era uno de esos tipos que habría empeñado su vida por defender que todo se conoce por su nombre, y que más allá de eso, nada hay. De esos que piensan que un apellido define a la persona, y que el no poseerlo, lo desampara del mundo, o al menos, así fue como se llegó a él, y hasta para la ley es innegable.

¿Quién era él respecto de aquella mujer? ¿Su marido, amante, compañero? Todo era confuso. Recordaba que su nombre era Xavier Iturriaga, pero más allá de eso, no podía reconocer a nadie. Sabía que Xavi era su hijo porque lo llamaba "papá" y un papá es alguien que engendra un hijo. Era el nombre lo que volvía a salvarlo de ese desligamiento.

¿Cuánto tiempo llevaba así, sin la menor relación con algo más que las palabras? Miraba de aquí a allá, y cada vez que sus ojos se detenían, algo venía a su mente: silla, mesa, mantel, candelabro, velas, focos, fotografías, chimenea, alfombra, y luego, después de nombrar cada objeto, llegó a ella, y no pudo decir nada más. Parecía tener un déficit de información. ¿Por qué justo cuando llegaba a ella su cerebro parecía apagarse? ¿Qué tenía aquella mujer que le atrofiaba el paladar y la mente?

Intentó balbucear su nombre mil veces. Desempolvó cuanta imagen carcomida quedaba en él: la podía ver más joven y tenía la sensación de que era alguien con un nombre, tenía su nombre en la punta de la lengua, abría la boca como queriendo escupir unas sílabas que le dieran el ser a aquella mujer. Se dio por vencido.

Cerró los ojos y le pidió a Xavi que encendiera el radio. Tarareó un par de canciones, y de pronto, ella pasó frente a él para sacudir el estante de libros que había en la sala. Se quedó atónito, iluminado, vulnerable ante ese ser que parecía tener un nombre más glorioso que cualquier otro. La miró, y de pronto, sintió que algo le oprimía el pecho, cerró los ojos y su corazón se detuvo.

Xavi y Gloria lo visitan cada mes en su tumba. Su epitafio fue la última frase que encontraron en su agenda: "Aquí descansa quien en el último momento recordó el nombre del amor".

Silogismos arbitrarios

Encontré este archivo entre mis cosas. Es del 2009. ¡Qué cosas me hace recordar!

Dicen que los escritores son buenos amantes. Al menos, así es el mío: buen amante y escritor. Cuando me ama, escribe. Busca en mis ojos soluciones a tramas inconexas. En mi piel no hace más que plagiar Universos. Universos de otros, que desconozco, que él me revela. En sus labios encuentro finales improvisados.

Quizá es tan buen amante porque antes alguien le enseñó a amar, y me arrebató esa tierra virgen: novelas, cuentos, cantos, películas, no sé; pero a cambio de esa enseñanza, sin saberlo, quedó esclavo -un látigo lo hostiga: escribir... y no sólo eso, la crueldad de su esclavitud no tiene tiempo, no respeta el sueño y se detona con cuanta agitación lo llama, como lanza que provoca al esbirro- y por eso soy cauce, quizá no manantial, ni premisa, ni verbo, sólo instrumento de su pluma, instrumento viviente, contenedor de ideas, y creación suya, al fin.

Lo inquientante no es ser producto suyo, sino si ese amante es sólo mío, o si la humanidad contenida en él también soy yo.

No existe nada más enigmático que un roce o un susurro. Son electrochoques que recorren mis riachuelos nerviosos y me vuelven esclava, que nos vuelven esclavos: de la pluma, del apetito, otra vez.

Él tiene un nombre, pero al amarme, lo esconde. Quizá por modestia, vanidad, o simple pragmatismo. No firma sus caricias con jotas, ni los apapachos con eles. Podrían ser eñes, o us, o eses, qué más da. Cuando menos espero, ya ha arrasado con cuanto pensamiento podría hacer dudar de su intención. Quizá ese es el secreto de un amante escritor: imagina y crea mientras vive y ama, para luego grabarlo en un papel, y así, jactarse de cómo puede, de manera deliberada, sacudir al mundo entero con una noche anónima y al mismo tiempo, suya.

Todo esto para decir que los escritores son buenos amantes. Un silogismo -¿silogismo?- arbitrario. Quizá puede ser válido y verdadero si, sólo si, los escritores conjugan y vuelven tres a un solo verbo.

Y luego quedan cabos sueltos: a) si un hombre no miente mientras ama, no es hombre, es máquina; y b) nada de lo anterior se sustenta. Por lo tanto, nada podemos decir al respecto de la frase "los escritores son buenos amantes". En el mejor de los casos, se podría establecer como una premisa a comprobar de manera práctica y no teórica.

A eso de las diez

Cuando miro el reloj, aún en la oficina, a eso de las diez, me dan unas ganas tremendas de sacar los millones de guiones y diálogos que se han acumulado en mi cabeza, en un rincón cerca del oído izquierdo, que es el que peor capta el sonido de las palabras, los pasos y la música.

Si ese oído mío hubiese aprehendido todo en el sentido correcto, posiblemente las palabras que se han quedado atoradas en ese rincón serían otras. No serían guiones, sino telegramas, porque no habría mucho que escribir.

¡Condenado tímpano! Juega a ser cupido, escritor y conserje de mis pensamientos. ¿Tengo que ver yo con que el oído derecho se resista a ser su colega? Y de ahí, los mareos y el vértigo, y los males del corazón, también.