El Conde Consumismo, hijo de Mercadotecnia, “La Grande”

Son  las 8 de la mañana, el celular suena como loco, debe estar en la primera capa de cobijas, o en la segunda, o entre las almohadas. ¡Listo! Odio ese maldito tono preconfigurado de Motorola. En fin.

 Me miro en el espejo, y el rimel que no me quité bien la noche anterior, me ha dibujado unas ojeras dignas de personaje de Tim Burton. Me lavo los dientes, con esa pasta dental que en 14 días promete pulirte tus amarillos dientes hasta enblanquecerlos y opacar el brillo de los diamantes.  Luego hago gárgaras con otro producto que protege contra bacterias, gingivitis, cáncer, diarrea, o no sé qué, pero bueno… es lo que hay.  Giro la perilla de la izquierda, y luego – como todos los malditos días- la cierro para abrir la derecha,  que es la del agua caliente. Me unto un shampoo que es para caspa, la cual se expatrió de mi cuero cabelludo hace al menos cinco años, me enjabono con  un gel líquido que  previene las arrugas –como  si el maldito tiempo pasara en vano-    y al final me seco.

Unos  minutos después, viene la crema para  manos, la crema para cuerpo, la crema para párpados, la base de maquillaje, el rimel,  el blush, el lipstick,  el perfume, el mousse para el pelo, el líquido que abrillanta mis rizos. Espera, antes de ésta lista ritual, tuvo lugar la batalla más mortal a la que me enfrento día con día: qué me voy a poner.

Tengo al menos treinta pares de zapatos, tal vez piensen que es vanidad, pero no, nunca hay que escatimar en eso del buen gusto: unos son más altos, menos, chatos, picudos, abiertos, cerrados, rosas, negros, amarillos, verdes, de esta temporada, de la pasada, parte de la herencia de la abuela, de todo. Y luego escoger qué jeans: si con estoperoles, rectos, entubados, stretch, si falda, si short, si esto, si lo otro. Si uso pashmina, u otro accesorio. Qué aretes, qué pulsera, qué lentes de sol.

¡Alto! ¡Carajo, esto es todos los días y apenas son 8:40! Lo más irónico es que navego con bandera de que no caigo en las redes de la mercadotecnia, que no soy consumista, y que prácticamente vivo al día. Soy una falsa de lo peor.

Para empezar, estudio en la Ibero, donde  hay “gente que cambia el mundo”.  ¿Cómo es que lo cambiamos?- me pregunto. ¿Vistiéndome de diferente color cada día, trayendo la última bolsa que está sobrevalorada al menos en un 600%, manejando un coche que aunque cuesta medio millón de pesos avanza a dos por hora en el tráfico de esta maldita ciudad? No sé, tengo ganas de vomitar, y no encuentro respuesta alguna.

¿En qué momento me volví socia de esta forma de vida? Ya ni la comida está exenta de esto: si compras este cereal, creces fuerte; si compras este otro, tu corazón estará libre de colesterol, y así con todo.

Una maldita manzana con chile cuesta $30 pesos en el Oxxo. ¿Sabes a cuánto le compran el kilo al campesino? No creo que le den ni la quinta parte de esto. Ah, pero falta tomar en cuenta a los intermediarios, y eso, y aquello. De acuerdo. Pero el precio sigue inflado. Lo más gracioso es que entre más caro es algo, siempre lo asociamos con  MEJOR, y no necesariamente.

Que el señor Karl Lagerfeld es creativo, sí, pero una maldita bolsa no cuesta $60,000 pesos. Para empezar, él no la cosió, ni  te la llevó a tu casa, ni nada de eso. Hizo un diseño, unos pobres chinos, -indios, mexicanos o cualquier genticilio tercermundista- lo reprodujeron por montones, y ahí vas de listo, a enriquecer a la casa Chanel, mientras que hay familias que eso es lo que pueden juntar en dos años de trabajo, partiéndose el lomo, mientras que tú deslizas una tarjeta de crédito, esa llave al paraíso del consumo, e infierno de intereses que nunca cesan.

En el mundo deben existir diferentes clases, para que las de arriba sobrevivan- me dirás. Puede ser. Lo que no puede ser es que lo innecesario y accesorio ahora sea motivo de depresión. ¿Qué es esa mariconada de que si no tengo tales tenis no soy nadie?

Ya estuvo bueno de que me digan cómo vestirme, dónde estudiar, dónde comer, dónde divertirme, qué es lo óptimo, qué lo rentable, qué lo esto y aquello.

Los mercadólogos son unos abogados del Diablo, y el Diablo mismo, y nosotros unos esclavos de las pasiones que nos proponen. 

Si hoy puedes caminar por cualquier calle de la ciudad sin sentir un poco de repulsión por la disparidad que hay, tal vez estás – o estoy- muerto en vida, en la vida consumista que oprime, seduce, doma, “enaltece”, y nos sodomiza, eso que ni qué…

2 comentarios:

Meruti Mellosa dijo...

Sí bueno, todo esto pasa y pasa y nada. Lo bueno del consumismo es que se pueden generar muchos empleos, ¿ves? Algo tiene de bueno. Ahora bien, podrías empezar a negar cosas y alejarte de ellas e intentar ser congruente o decir que aunque eres consumista no dependes de ello para tu gran meta en la vida o lo que sea que suene trascendental e importante y te permita alejarte de eso al menos anímicamente. Por otro lado, ni squiera lo haces bien, y lo digo porque hay tantos consejos o cosas supuestamente básicas y necesarias para vivir bien que simplemente nadie hace. Ejemplos: diario un poco de té verde, copa de vino tinto, algún vegetal que no sé cuál sea, comer bien, hacer ejercicio, relajarse con yoga, leer por gusto, etc. Algún día haré una lista de todas esas cosas, mediré su tiempo y veré si es posible vivir así. No creo. Ah y no hay que olvidar dormir bien y trabajar. Pero, nada, asi es. Ni paper.
un

Unknown dijo...

De acuerdo con Ociósofo: ¡un consumidor lo que debe hacer es con-su-mir! ¡Treinta pares de zapatos que uno compra le da trabajo a un chinito para vivir durante medio segundo!

¡Suerte y Éxitos!